jueves, 17 de diciembre de 2009

BAJO LA MESA




Es un poco pronto para esto, pero he dormido tan poco y quiero ser tan previsora que prefiero escribirlo ya y no esperar a que se vaya difuminando durante el resto del día y me diga que hoy no tengo ganas o inspiración o que esta semana tampoco lo voy a conseguir; llega esa época del año en la que algunos se ponen mazapánicos y empalagosos, otros se amargan o se enfurecen y otros nos acordamos de mil traumas y se nos repiten recuerdos aparentemente inconexos una y otra vez, como si fueran sueños a voluntad, a todas horas, en especial en las más solitarias. Esto me solía pasar en aquellos inviernos interminables del recepcionista isleño común, he de decir que el año del teleoperador común en crisis no es mucho mejor, hasta da para más paranoias, y eso que el entorno me es mucho más favorable que allí; el otro día nevó y me hizo una ilusión diminuta, como cuando vuelvo a ver una caja de música de las antiguas con su bailarina en el espejo, un caleidoscopio o una bola de vidrio con nieve falsa, aunque me gusta menos si tales fetiches –regalos que nunca me hicieron, culpa de la niña severa que no pedía nada- son de factura descuidada y con dibujitos horteras, sin misterio y sin personalidad.

Es posible que últimamente piense mucho en posts que nunca podría escribir aquí sin que hubiese problemas en algún sentido, uno de ellos está relacionado con una de las vísperas de Reyes más tristes que he vivido y que para mí fue la última, estoy segura de que a mis padres les hubiera gustado ser ellos ese cinco de enero de finales de los ochenta, porque hubieran podido impedir que me sucediera algo así. De esto no sólo me acuerdo yo, sino también mi madre, me lo dijo hace poco; nunca se nos olvidará, porque fue una afrenta para toda la familia, dada nuestra situación socioeconómica de entonces.

Estaba mirando la tele con ellos cuando llamaron a la puerta: eran un par de compañeros de clase, no recuerdo quiénes, me llamaron por mi apellido –para ellos no tenía nombre, no era su amiga, aún hoy en día no me gusta que me llamen así- dijeron que tenía que ir a la plaza del pueblo, porque iban a darme un regalo en el escenario, sonriendo raro. Mi madre se malpensó y les echó una mala mirada, yo no dije nada, la miré buscando su aprobación y me encaminé hasta allí, sin abrigo y con las mejillas heladas, pensando en que pasara cuanto antes mejor y en regresar enseguida al brasero a ver cualquier película que echaran. Ellos me habían adelantado hacía unos minutos, lejos de acompañarme o darme conversación.
Llegué a la plaza, y me apoyé discretamente contra la pared del viejo cine, esperé a oír mi nombre y entonces fui hasta la tarima; una niña de once o doce años muy seria se abrió paso entre los cientos de padres e hijos bajo un frío cielo negro estrellado, subió los escalones y la joven paje y dos niñas de su clase le dieron su paquete. Era grande, no recuerdo si llegué a cogerlo, sólo que lo abrimos entre la paje y yo, era una piedra muy grande. Ella me miró, roja de vergüenza, sin saber qué decirme, le sonreí un poco para que no se sintiera mal, me fijé en la cara de sorpresa y horror de las dos chicas –me temo que esas dos no tenían ni idea, una era Oliver Twist nº 2 y la otra el freak nº 2, meros peones- , di media vuelta y bajé sin mirar a nadie, sin escuchar, absorta en no sentir nada, en no decir nada, fue como si apareciera en el salón por arte de magia.

Me volví a sentar y les dije a mis padres “Era una pedra, mamà”* y no nos dijimos ni una palabra más en lo que parecieron horas, no prestábamos atención a la tele, creo que nos mirábamos por dentro, o al menos, yo sí; nunca olvidaré aquel silencio tan grande que dijo tanto sin decir nada. Pensé que era una especie de insulto, por ser pobres, o incluso una amenaza, o que nos estaban diciendo que eso era todo lo que íbamos a tener en su maravillosísimo pueblo de mentes clausuradas, pero nunca supe quiénes idearon una humillación pública así ni porqué, ni creo que llegue a saberlo jamás. El clasismo y el aburrimiento se reparten la mayoría de las papeletas, supongo.
Esta fue una de las peores cosas que me ocurrieron, y todas las navidades lo rememoro como si fuera un corto de Erice o quizá de Medem, se rompe en mil pedazos de su pura nitidez y te corta, te escuece, te duele cada vez menos, pero te sigues haciendo preguntas, buscando una explicación a lo que quizá no la tiene. Poniéndote nerviosa cuando en un episodio de cualquier serie sale el tema del acoso escolar y por ejemplo, el difunto asesor de Obama, ayer en “House” le pide disculpas al tipo que molestaba en el instituto, y vuelves a tener esa ilusión diminuta, la nieve falsa, el baile breve de una bailarina de plástico, la ilusión de un dibujo hecho de basurillas encantadoras, el refugio ridículo de una mesa ante lo inevitable.

*”Era una piedra, mamá”

**Añadido de última hora: he reencontrado este post, en el que ya hice un resumen de lo que fue mi vida -y casi el mismo día de diciembre, esta semana es letal para mí, por lo visto- hasta que conseguí escapar de ese pueblo tan dispuesto a mantener su presunta idealidad a costa de quiénes osen pertubarla con ideas o actitudes inadecuadas; seguramente, de él saldrán más, a su debido tiempo.



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