miércoles, 15 de octubre de 2014

FRESAS EN OCTUBRE




A mi madre nunca le han gustado los productos de invernadero. Y fue por eso por lo que nunca pude tener mi tarta de cumpleaños ideal, una auténtica tarta de fresas y nata como la de mi amiga medio francesa del colegio, porque “no podía ser”, y siempre acababa siendo de chocolate, las pocas veces que llegó a haberla.

Entre unas cosas y otras, la niña de la foto sigue esperando su tarta imposible, sonriendo, despeinada, en pijama, en paro. En cumpleaños cada vez más inexistentes, sin fiesta, sin regalos, sin invitados, hubo fiestas en Madrid, pero tan poco tiempo...domina, por tanto, la falta de ellas; el no poder elegir, el saber ahora que nunca pudo elegir del todo, o en gran parte. Cumplir dieciocho y pasar el día en tu casa y que tu madre te regalase una bailarina de porcelana que le gustaba a ella, cumplir cuatro, cinco, seis, siete, ocho años y que la fiesta fuera sobre todo para esos parientes que tanto nos tenían que ayudar, que apenas hubiese niños.

Hoy tienes cuarenta años y sigues aquí despeinada, en pijama, en paro, hasta sonriendo. Aunque falte tu padre y vaya a seguir faltando, y no te vaya a llamar nunca más a algún trabajo que tuvieras en la capital, aunque la perspectiva sea la lenta degradación de todo lo que ni siquiera fue. Bien acompañada la mayoría del tiempo, cierto; pero de alguna manera en el mismo lugar, siempre a punto de pasar algo, todos los días igual.


Y parece que no pasa nada porque de verdad no pudiera ser el vivir en otra ciudad, o sencillamente vivir por nuestra cuenta, como si todo hubieran sido fresas en octubre. ¿Lo son?  

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