jueves, 11 de octubre de 2007

LA ÚLTIMA DE FILIPINAS




En la realidad espacio-temporal que nos ocupa, lo más parecido a cogerse un Delorean y desaparecer dejando un rastro de fuego es volver a los lugares en los que ocurrió todo y por ejemplo, sentarse en una mesa a pedir un menú, tan sencillo como eso.

Antes de decidirme a buscar la cafetería Manila, ya la había vislumbrado en uno de mis frecuentes paseos vespertinos, que en realidad consisten en perderse por alguna parte de Madrid que no haya visto antes, tras una entrevista o al final de alguna jornada intensiva. Desde aquella visión crepuscular a traición, los recuerdos empezaron a acudir a mi mente, incluso a invadir mis sueños, en circunstancias no demasiado propicias para ello: mi situación laboral no está siendo la mejor y se aproxima una tarta más, rebosante de velitas.

De repente me sentía como si acabara de llegar de aquel viaje de estudios el día anterior, lo he ido recordando todo poco a poco, la vuelta en coche con mis padres desde el puerto, la discusión por tener que parar en la gasolinera ya que mi nariz estaba volviendo a sangrar y las lágrimas absurdas porque se había terminado, que ahora no sé si eran de alivio o por tener que volver a la rutina, sólo sé que era la misma sensación que me asaltaba al volver de aquellos campamentos de verano donde lo pasaba tan bien.

Y no se podía decir que lo hubiera pasado mejor que en la cotidianidad de aquellos tiempos, ni mucho menos; en realidad, en muchos momentos no sabía qué estaba haciendo allí, de excursión a lo grande, sí, pero con unos compañeros que parecían soportarme aún menos de lo acostumbrado y unos profesores que parecían esperar que provocara el Apocalipsis de un momento a otro.

Nuestro periplo había empezado en Valencia, recuerdo los naranjos por la ventana del autobús y lo mucho que se parecía a Palma, recuerdo el mar grisáceo por la mañana y que pasé toda la noche despierta mirando el agua oscura revolverse por los ojos de buey y el reloj, mientras los demás se quejaban y me pedían que me sentara, al chico de mi clase que ahora es taxista imitando a un avión en la discoteca y a la señorita C. diciéndome que no saliera a cubierta que me podía caer, que no me fuese muy lejos que me podía perder y a saber qué más, el objetivo era que yo no pudiese hacer nada de nada.

Lejos de ignorarme y dejarme en paz, era observada por todos, que no dudaban en recriminarme cualquier cosa que hiciera, si les tiraba monedas a los mendigos que dibujaban en las aceras con tizas de colores, “¿qué haces, eres tonta?”, si pegaba la nariz al cristal de las urnas de las momias de los amantes de Teruel, la señorita C. me cogía por el cogote como si fuera un perrito, si comía lacasitos en la función de Lina Morgan de La Latina “molestas”, cuando comía muy deprisa en el restaurante se me quedaban todos mirando y riéndose, lo descubría al levantar la cabeza –ahora pienso que en Segovia no me comí la sopa de ajo por miedo y no porque no me gustara-, nadie quería compartir habitación conmigo, y cuando eso era así, sólo hablaban entre ellas cuando yo estaba en el baño duchándome; aparte de lo que sucedió durante dos o tres noches seguidas en la cafetería, el momento más duro fue uno en Calatayud, en el hotel en el que sólo estuvimos una noche; por alguna razón, estaba llorando y no quería llamar a mi madre, y la señorita C. me decía, ante la horrorizada mirada de la recepcionista y de G., la joven profesora madrileña de prácticas que teníamos ese año en el colegio, “oye, ¿es que quieres que piensen que no eres normal?”. No le dije nada a mi madre por teléfono, tenía demasiado miedo para eso.

Otros momentos fueron mejores, como cuando tras tanto vigilarme a mí para que no hiciera alguna trastada, se les escaparon un par de chicas que decidieron irse a Preciados por su cuenta –estoy hablando de cuando en el lugar de la FNAC estaba Galerías Preciados, si no calculo mal- y fueron recibidas por un par de bofetadas propinadas a cada una de ellas por la señorita C. en cuestión, que fue calificada de “nazi” por unos niños catalanes que se hospedaban en el mismo hotel que nosotros, y que seguramente también podían ver a las putas de enfrente desde su ventana, sospecho que el establecimiento se hallaba en Montera o similar, puesto que podíamos ver lo que ahora se conoce como Callao si salíamos a la calle, si bien no podría decir desde que ángulo.

Aunque me lo chafaran en parte, me gustaron mucho las momias de los amantes de Teruel, que estaban enterrados juntos y cuyas estatuas, muy erosionadas ya entonces, casi se daban la mano, las callecitas adoquinadas de Toledo, la casa del Greco, los jardines y cascadas varias del Monasterio de Piedra y La Granja, con sus puertas que formaban un pasillo perfecto y aquella extraña salita llena de reliquias, urnas con rosas y calaveras en una especie de cementerio de salón destinado a algún misterioso fin, por no hablar de aquella diligencia aparcada entre unos árboles cercanos con motivo de un rodaje que allí estaba teniendo lugar. Y cómo no, Segovia; mi padre me había hablado de mi tatarabuelo el carabinero, que era de un pueblo de por allí cerca, por eso le compré un souvenir del acueducto –mucho más grande de lo que pensaba- y le dije que la gente que había por la calle se nos parecía, ya que mi ingenuidad estaba a niveles insospechados, incluso para doce o trece años de 1987; papá se quedó algo desconcertado. No sé si también debería volver a todos estos lugares a romper el hechizo; no me importaría, especialmente Toledo.

También me gustó ir a la Sierra y montar en el telesilla, sobre todo cuando éste se detuvo porque una de las niñas de la clase no se bajó a tiempo, y todos mis compañeros empezaron a gemir de angustia, yo en cambio me divertí mucho y empecé a reírme a carcajadas, ya que intuía que no pasaría nada, como así fue; se volvió a poner en marcha y listos, sirvió de compensación a la vergüenza que me había hecho pasar la señorita C. en el bus que nos había conducido hasta allí, sólo porque no me había traído bufanda, y llevaba un jersey de chico a rayas azules de esos de “Privata”, de cuello redondo, heredado de alguno de mis primos ricos, lo más calentito que había encontrado de entre lo que llevaba en mi bolsa, como si a esa zorra clasista le importara que yo cogiese o no una neumonía, yo o cualquier niño que fuese pobre, medio guiri, descendiente de peninsulares o mallorquín, pero pobre. Una zorra que es perito comercial pero ha hecho de maestra y hasta gana más que mi madre, presume de tener amigos en la División Azul de los que fueron a pie a Rusia , que ya sabía menos inglés que yo cuando íbamos a sexto y que se merece todo lo malo que pueda pasarle, aunque seguramente muera en su cama como todo dictador que se precie.

Lo que más me gustó fue ir a ver “El Imperio del Sol” de Steven Spielberg, todos se durmieron menos yo, incluso la señorita C., que se desabrochó los pantalones, puso los pies en el respaldo de uno de los puestos de la fila de delante y hasta roncó; me sentí como si la película fuera sólo para mí, hacía ya tiempo que el cine y los libros se habían convertido en un refugio más que seguro frente a toda aquella hostilidad, entendía cómo podía sentirse aquel niño a quién se lo quitaban todo mucho más que todos aquellos paletos durmientes que me rodeaban, sabía lo que era no tener nada. Supongo que esto también vale para quién estuviera despierto aunque no le viese o no pensara que la película era mala sólo porque no la había comprendido o peor aún, ni siquiera la había visto. Creo que fuimos a verla al “Palacio Avenida”, seguro que era en la Gran Vía, de todos modos.

Y llegamos a las tres noches en las que estuve cenando entre lúgubres tonos verdes y amarillos, sola en una mesa, apartada de mis compañeros porque se quejaron de que comía mal y que les daba asco, algo que nadie más me ha dicho nunca, pero en fin, cualquier excusa era buena. Recuerdo a los camareros mirándome desde la barra, no sé si con pena o preguntándose si de verdad era para tanto, el otro día no me pareció reconocer a ninguno aunque uno de ellos tenía un tosco tatuaje hecho a mano que parecía ser un escudo en la cara interna del brazo.

Recuerdo muy bien la sensación de ser una apestada, de no entender porqué ni siquiera podían dejar que comiese en paz, y quise ir allí para ver qué pasaba, incluso estaba preparada para que alguno de los camareros me dijese “Eh, ¿eres tú la niña que comía sola?”, lo que fuese.

Pero no fue eso lo que ocurrió; la cafetería había reaparecido entre manchas de sol, como un portal interdimensional destinado a mi personaje, hasta me imaginé cruzándome conmigo misma y con mis compañeros en el portal, y conservaba la combinación exacta de verde pizarra y amarillo ocre sometida a una mala iluminación que la hacía aún más deprimente: no sabía si era el local exacto, pero la estructura general era la misma y era lo bastante céntrico, estaba en Diego de León, había otra en Juan Bravo pero el local estaba en venta. De todas formas, nada allí había cambiado mucho desde finales de los ochenta, si bien no recordaba la colección de historietas enmarcadas que si te acercabas resultaban estar compuestas por puzzles de mil piezas, algo así me hubiese levantado a mirarlo, estoy segura.

La vichysoisse estaba buena, así como el bistec de ternera, no las natillas, que eran tan amarillas que dudé si hacer testamento o no antes de comérmelas; en el sentido culinario, me pareció un Nebraska de tercera, carece del encanto añejo que caracteriza a uno de mis restaurantes preferidos en esta ciudad y resulta cutre en extremo, incluso sórdido si se observan detalles como el polvo acumulado en las decenas de botellitas de licor que pretenden adornar el mostrador del local y sólo plantean dudas sobre el nivel de higiene del mismo.

Volvía a estar sola, pero ahora era una señora que podía elegir si estar allí o no, si ir con su novio o con sus amigos y muy libre de pensar que la gran mayoría de los pueblerinos que me acompañaron entonces jamás iba a tener esta oportunidad, que lo que ellos quisieron negarme es algo que ya no quiero y que jamás quise, ahora a lo mejor son ellos los que acaban comiendo solos porque no tienen otra, especialmente usted, señorita C., ahora que hay cada vez menos mallorquines de bien según su caduca visión de las cosas. Usted además se lo ha buscado.



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