martes, 23 de marzo de 2004

INSTITUTO KAFKA


A riesgo de ser considerada una pedante insoportable, tal y como le sucedía a aquel pobre Koldo del primer Gran Hermano, yo también sé quién es Franz Kafka, uno de los escritores más enigmáticos del siglo XX, aunque no se trate de uno de mis favoritos. Así y todo, he de reconocer que la mejor definición de esa especial atmósfera de sordidez espiritual tan propia de de una oficina a las ocho de la mañana en un cenizo lunes invernal cualquiera la dió precisamente él, cuando escribió "El proceso" o la historia de Joseph K., un hombre que es juzgado y condenado sin motivo aparente, no se sabe si por error o por inercia.

Esta última opción sería la más adecuada para explicar lo que significa el adjetivo "kafkiano", referido exclusivamente al funcionamiento de la burocracia, eterna ahora y siempre, como un extraño paraíso en el que fuera imposible entrar sin todos los papeles en regla; en caso contrario, el Minotauro y las Ariadnas te dirán que vuelvas mañana o incluso la semana que viene. Pero este moderno calificativo amplía su significado, dependiendo de las circunstancias en las que se aplique: en el camino que he tomado necesitaré argumentar porqué es kafkiana una situación absurda, producida por la intrusión de un hecho fantástico que perturbe la cotidianeidad, como por ejemplo ese hombre que un buen día se levantó convertido en un escarabajo gigante. Se trata del célebre relato titulado "La metamorfosis", un cuento que hoy en día podría interpretarse como el símbolo de una sociedad opresora y homogeneizadora, que nos fuera transformando a todos en seres insignificantes, es decir, insectos, negros de tanto trabajar por prácticamente nada a cambio, y en dirección a ninguna parte, casi sin conciencia de nuestro lóbrego destino.

Una vez medio aclarado -en este mismo momento, puede que aún se esté investigando qué demonios quería decir Franz- el alcance de este término, procederé a contar una pequeña historia que podría presentar coincidencias con la realidad circundante, o no. Imaginad que sois alumnos de un curso de contabilidad y administración en la escuela de secundaria de un pueblo, que tenéis más de veinte años y que hasta ese momento, podiáis entrar y salir cuando y cuánto os viniera en gana, como es natural.

Desgraciadamente, un día llegan nuevos tiempos y los más jóvenes, entre doce y catorce años, se dedican a huir, a hacer pellas. Para dar ejemplo, se toman medidas drásticas, tales como eliminar los cinco minutos entre clase y clase, para que no haya jaleo, prohibir que se fume en todo el recinto, para evitar que esos "pequeños" nos imiten, y sólo se puede abrir la puerta cada hora, durante un breve lapso de tiempo, los minutos imprescindibles para que cualquier Indiana Jones adolescente pueda escaparse por la puerta, con tiempo de volver a coger el sombrero y todo, antes de que las pesadas puertas de hierro le dejen sin su clase de Arqueología. Y aún así, resultan insuficientes.

También es posible que tarden tanto en abrir que pasan esos minutos y ya no es posible apretar el botón que acciona el mecanismo de la cerradura hasta la próxima oportunidad; sí, ya lo sé, podrían: pero el procedimiento no es ese...y eso es lo que hace que esta situación sea tan anómala y tan propia del escritor vienés. Tras presenciar como ninfas y faunos -esos para los cuales deberías ser un modelo de virtudes- suben y bajan con agilidad felina por la inaccesible y colosal puerta, bien para no llegar tarde, bien en dirección contraria para ir a tomar un cafelito, sólo se pueden hacer dos cosas; dejar el orgullo rebelde para otra ocasión e intentar hacer lo mismo, arriesgando el esqueleto o el prestigio, si es que acabas ahí arriba, agarrado a la farola y muerto de miedo, porque no recuerdas donde poner los pies para bajar. O, de otro modo, seguir a los resignados que deciden tomarse otro café, mientras se oyen las risas góticas de la bruja por el interfono.

Y es que ser el guardián de las puertas del Hades puede corromper a una sencilla portera hasta convertirla en un rabioso cruce entre Eva Braun y un cancerbero, que se cree con derecho a reñir a los profesores como si nada. Creo que sería una buena terapia ponerle vídeos de la amable conserje interpretada por María Garralón en "Compañeros", a ver si se calma un poco...entretanto, intentaré robar los teletransportadores de la Enterprise, otra vez.


Poniéndonos en antecedentes, hay que explicar que este es otro de los artículos que escribí en su día para la revista del pueblo, y además es quizá el único que me causó problemas reales en su día, si exceptuamos la vez que por una inocente observación sobre que si los rituales religiosos eran una representación ficticia un párroco furibundo exigió prácticamente que me excomulgaran. Esa sí que fue buena :P

Ni siquiera era de los mejores, y estaba escrito en uno de esos arrebatos de superheroína justiciera que me dan a veces, sin pensar mucho en lo que podía ocurrir y confiando en que algunos tuvieran sentido del humor y una capacidad de comprensión mínima. Lo redacté en octubre del 2000, tras aguantar pasadas varias de unos conserjes endiosados hasta el punto de esperar a que la gente que venía corriendo por la acera llegase hasta la puerta para cerrársela en las narices y marcharse riendo, o en mi caso, gritar "Eh no, no...¡¡Cogedla!!" cuando me colé tras el cartero y corrí hasta el bar, ocultándome entre el resto de componentes del recreo, convirtiendo aquel control draconiano en algo tan ineficaz como ridículo.

Quizá ahora sería más sutil, no lo sé. Entonces ya llevaba unos tres años allí, estudiando un módulo superior de Contabilidad y Administración con propósitos puramente prácticos: mi gran problema era ser más bien de letras y ser incapaz de comprender las matemáticas más allá de la simple aritmética sin ayuda profesional; en el caso de Facturación y Contabilidad mi capacidad era nula, con las Matemáticas Financieras aún lo hubiera conseguido, algún día hubiera dejado de liarme con las fórmulas, siempre que las hubiera recordado, claro...además, nuestro tutor, el profesor de Contabilidad era un ser del todo asexuado y contable que dedicaba su vida entera a esa apasionante materia pero era incapaz de transmitir sus conocimientos. Y encima era conservador y amiguísimo de la conserje denigrada humorísticamente en mi artículo. Ese par de detalles se me escaparon, lo admito.

En todo momento fui consciente de que no era lo mío, y es muy posible que mi estrepitoso fracaso se debiera en parte a trabajar uno de esos años en un souvenir, justo antes de reincorporarme al proceloso mundo hostelero. Pero soy una cabezona y sólo me quedaban tres, aparte que me habían dicho que en realidad el hombre sabía perfectamente que la mayoría no se enteraba de su asignatura y que iban a repaso -yo no podía permitírmelo, por ejemplo-, y aprobaba a la gente que le convenía. Y así era , en efecto: a una chica que sabía más contabilidad que él y le caía mal se lo puso muy difícil, si bien llegó un momento en el que tuvo que rendirse ante la evidencia.

Siempre recordaré esa semana: primero me para la señora que regentaba el bar del instituto por la calle, y me espeta que si sabía la que había armado, medio muerta de risa...al día siguiente, nada más llegar al centro, empiezo a encontrarme con alumnos sonrientes que me saludan, un par de quinceañeros hasta me dijeron "Hola, Kafkiana". Al subir la escalera, llego al pasillo y me encuentro a un compañero vitoreándome sin pudor alguno por ahí enmedio, y después, en días sucesivos, recibo felicitaciones personales de todos los profesores de literatura y me entero de que uno de ellos y mi profesora de Facturación son los que han fotocopiado mi artículo y lo han colgado en todas las clases.

Esa fue la parte divertida. No sabía lo que se me venía encima.

A la semana siguiente, una compañera de segundo me comunica que el tutor ha roto mi artículo enmedio de la clase y lo ha tirado a la papelera calificándolo de "mierda"; no dudo en enfrentarme a él y preguntarle en privado, en pleno pasillo, si ha hecho eso, lo cual él niega rotundamente e incluso asegura que es incapaz de hacer eso, que cuando le he visto decir palabrotas...lo peor aún estaba por llegar.

En una de aquellas mañanas grises, mi profesora de Facturación se sienta a mi lado en una de las mesas, mientras hacemos ejercicios, y me comunica que ella y los otros dos profesores -la de matemáticas y el tutor- han decidido que no aprobaré, que no pasaré a segundo y que sería mejor que lo dejara. Mientras me habla de un hipotético módulo de Periodismo para el que estaría "excepcionalmente cualificada", los demás dejan de calcular y levantan la cabeza, dirigiendo miradas entre la alarma y la compasión hacia la escena, se hace un silencio sepulcral. Espero a que se acabe la clase y me voy. No vuelvo jamás, excepto para redactar una socarrona baja en la que afirmo que espero que el motivo real de mi abandono del módulo no sea el haber protestado por la política de puertas cerradas del instituto.

Me pasé una semana entera de pellas por el puerto. Salía de mi casa y mientras todos me creían en clase, deambulaba por la playa y alrededores, rumiando como decir en mi casa lo que había ocurrido. Estaba convencida de que me lo merecía, que se pondrían de su parte; estaba aturdida por el hecho de que en un sitio público me habían hecho esa canallada, me habían humillado delante de toda la clase y me habían expulsado de forma sibilina, como si aquello fuera un colegio de monjas. Era imperdonable, descorazonador, mi confianza en las instituciones flotando inerte en las aceitosas aguas del muelle.

Curiosamente, y por una vez en su vida, mis padres se indignaron y estaban dispuestos a ir hasta allí a partirles la cara, en el caso de papá y a cantarles las cuarenta, en el caso de mamá. Mis hermanos no se podían creer que me hubieran tratado así en el que fue su instituto y los profesores de literatura aún me saludan. La de Matemáticas no se atreve ni a mirarme a la cara, y la de Facturación me ha mirado con ojos tristes y me ha preguntado medio avergonzada por el estado general de mi vida las veces que me la he encontrado.

Después de aquello me volví a patear los hoteles y considero que voy llegando a algún sitio, que todo se andará, pero me queda la espinita clavada por lo que pudo ser y no fue. Es posible que un módulo como ese me hubiera servido para conseguir un mejor trabajo, aunque no sea una gran pérdida y hasta el año pasado haya recibido ecos de aquel artículo; en el hotel tuvimos una antigua secretaria del centro de prácticas y osó decir a mis compañeros que si "Esa niña insultó al personal"; sé muy bien quién promovió esa idea, malinterpretando mi artículo adrede: al parecer el tutor les dijo a las porteras y las secretarias que las tildaba de "cucarachas", cuando yo sólo estaba explicando porqué la situación podía ser kafkiana e incluso se me aseguró que la conserje se había puesto a llorar pensando en eso, y no al descubrir que todos la odiaban a muerte, un profesor hasta me llegó a confesar que se alegraba de que por fin alguien se atreviera a decir que esa tía era una bruja a las claras. Quizá se habrían merecido que les hubiera calificado de serviles y rastreros directamente, en vez de criticar la situación a mi manera, de una forma artística y con algo de humor negro, a ver si así se enteraban de que era una ridiculez.

Lo peor del caso es que me echaran por eso, y que si realmente pensaban lo que yo ya sabía, que no servía para aquello, no me lo dijeran nada más acabar el primer curso. Eso es lo que demuestra que lo hicieron para darme una lección y dársela a los demás, para decirles "esto es lo que les pasa a los que se les ocurre protestar", y eso que esto era una tontería en el fondo. Qué hubieran hecho si hubiera sido algo serio, a ver si habría sido más bien aquello tan hollywoodiense de "No volverás a trabajar en esta ciudad"....viendo estas cosas me di cuenta de que esta sociedad no es tan democrática como querrían hacernos creer, que después de todo sigue habiendo unos límites. Y sólo por reírse, aquella amarga conclusión me puso muy triste, la verdad.

Debido a los acontecimientos recientes he visto que protestar puede servir de algo, después de todo. Y me alegro de que gracias a ello estas conclusiones puedan llegar a pertenecer al pasado algún día.


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