viernes, 30 de noviembre de 2007

PREFIERO QUE ME ATROPELLEN




Debido a la terrible capacidad de organización y redistribución del tiempo de ocio de la autora, y para no dejar este noviembre el blog cual páramo de Yorkshire, vamos a recurrir a un post fácil, uno de esos que de tan obvios ya andaban casi escritos en el cabezón, rondándote todas las noches justo antes de coger el sueño, pensando "pues hoy podía haber escrito esto en vez de ver Supermodelo/Kyle XY/Medium/Sé lo que hicisteis".

Siempre he sido lo que se conoce como "empanada"; es decir, que voy fantaseando por ahí aunque haya coches, buses, trenes o bicicletas que esquivar, más algún que otro incauto peatón que se cruza en mi camino en el preciso momento en el que ya me distraigo del todo y me quedo en blanco con la mirada perdida; es cierto que ahora me sucede menos, pero si tengo que esperar mucho es casi inevitable, sobre todo en colas de supermercado en las que siempre acabo despertando en medio de risitas indisimuladas y una dependienta sonriéndose y gritando "¡¡SEÑORAAA!!". Sospecho que esto es genético, ya que de pequeños, tanto yo como mis hermanos nos encontramos alguna vez levantando la cabecita para ver que la señora que nos estaba dando la mano no era nuestra madre.

Una vez, en el instituto pasé todo un recreo así, en su mundo, que decían siempre las monjas -zorras de mierda- y sólo recuerdo a la compañera sacudiéndome, pensando todos ya en llamar a alguien; cuando era pequeña, esta singular capacidad de abstracción -diagnosticada por un psicólogo y todo cuando tenía seis años- se hallaba en su apogeo, causándome no pocos trastornos, entre ellos varios atropellos de poca importancia.

La primera vez estaba jugando con mis vecinos, los hijos del taxista, en su garaje: al ser éste de baldosas podíamos ir corriendo hasta la entrada de la calle y tratar de deslizarnos hasta el final, como si fuera una pista de patinaje; en una de ésas, tenía el pie en la calle y de repente, había un taxi sobre él y l'amo en Tomeu mirándome aterrorizado desde la ventanilla; entonces empecé a gritar, me di cuenta de que mi pie estaba bajo una rueda y un coche entero, y vinieron mi madre y mi abuela corriendo. No recuerdo cómo me sacaron de allí, pero me sentaron en el capó del coche y me curaron la herida, luego me llevaron al médico y tras unas radiografías en Palma, se concluyó que había un leve aplastamiento y poco más; tuve suerte.

Otro día paseaba con mi madre por el pueblo y había unas fotos en el escaparate del fotógrafo; cómo mamá no quería cruzar para ir a verlas, solté su mano y fui corriendo hasta ellas, sin mirar, con lo que un vespino me rozó y me tiró por los aires, aunque esta vez no me pasó nada; un rasguño en la oreja y poco más. El barbudo que llevaba el vespino se enfadó un poco.

Cómo siempre andaba cayéndome y metiendo la pata, además de despistada soy muy torpe, la tercera vez que me atropellaron no se lo dije a mis padres; me confundí de sentido con la bicicleta y un coche colisionó contra la misma, volviéndome a lanzar por los aires; esta vez me rompí unos zapatos acharolados que me había comprado mi madre, pero al ser del mercado no se enfadó mucho. Le dije que me había caído, a pesar de que aquella familia se había ofrecido a llevarme al hospital. Años después se lo conté y me dijeron que cómo se me ocurría, que podía haber tenido algo y no saberlo.

Otro de los accidentes que tuve fue subsiguiente a una caída; estaba furiosa por algo que me había sucedido en el colegio, y me fui a dar vueltas con la bicicleta por encima de un paseo elevado sobre la calle, con tan mala suerte que perdí el control del maldito artefacto del averno -de hecho cuando era adolescente dije que no quería vespino, que de ninguna manera, sabía que era una muerte segura- y salí volando, cayendo mal y abriéndome la muñeca; en ese momento un coche paró a escasos centímetros de mí y me habría pasado por encima, pero afortunadamente se detuvo; el conductor, que era del pueblo y sintiéndose responsable, me llevó al médico, me vendaron la muñeca y así me presenté en mi casa, armando una película más de italianos, ésta de las buenas.

Ya de adolescente y en la primera juventud, se sucedieron algunos intentos de atropellarme de nuevo: una vez estaba abriendo la puerta de mi casa y un imbécil que iba en bicicleta pegado a la pared se paró a milímetros de mi cadera; encima se atrevió a gritarme algo antes de irse, cuando esa vez el otro lo hizo mal, no yo, que quede claro. Otros días fueron uno que crucé sin mirar porque estaba enfadada y casi me pasa por encima un chico que me echó una bronca y una noche en la que volvía del supermercado y un coche pretendía saltarse el ceda el paso como fuera, por ejemplo, por encima de mi cadáver: ese tampoco fue culpa mía, que conste; recuerdo haber pensado que era alguien que quería asustarme o quizá acabar conmigo, hay bastante gente en mi pueblo a la que no le caigo bien, no tendría nada de raro.

De ahí que siempre diga "Prefiero que me atropellen", ya que es algo a lo que ya estoy acostumbrada, aunque entiendo que viviendo en una ciudad igual la próxima vez no lo cuento, así que suelo tener más cuidado del que vengo teniendo desde hace ya años; si bien una vez crucé en Cuzco en el semáforo sin darme cuenta de que estaba rojo y tuve que esquivar un par de coches sin importancia...^__^U



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