A mi madre nunca le han gustado los
productos de invernadero. Y fue por eso por lo que nunca pude tener
mi tarta de cumpleaños ideal, una auténtica tarta de fresas y nata
como la de mi amiga medio francesa del colegio, porque “no podía
ser”, y siempre acababa siendo de chocolate, las pocas veces que
llegó a haberla.
Entre unas cosas y otras, la niña de
la foto sigue esperando su tarta imposible, sonriendo, despeinada, en
pijama, en paro. En cumpleaños cada vez más inexistentes, sin
fiesta, sin regalos, sin invitados, hubo fiestas en Madrid, pero tan
poco tiempo...domina, por tanto, la falta de ellas; el no poder
elegir, el saber ahora que nunca pudo elegir del todo, o en gran
parte. Cumplir dieciocho y pasar el día en tu casa y que tu madre
te regalase una bailarina de porcelana que le gustaba a ella, cumplir
cuatro, cinco, seis, siete, ocho años y que la fiesta fuera sobre
todo para esos parientes que tanto nos tenían que ayudar, que apenas
hubiese niños.
Hoy tienes cuarenta años y sigues aquí
despeinada, en pijama, en paro, hasta sonriendo. Aunque falte tu
padre y vaya a seguir faltando, y no te vaya a llamar nunca más a
algún trabajo que tuvieras en la capital, aunque la perspectiva sea
la lenta degradación de todo lo que ni siquiera fue. Bien acompañada
la mayoría del tiempo, cierto; pero de alguna manera en el mismo
lugar, siempre a punto de pasar algo, todos los días igual.
Y parece que no pasa nada porque de
verdad no pudiera ser el vivir en otra ciudad, o sencillamente vivir
por nuestra cuenta, como si todo hubieran sido fresas en octubre. ¿Lo
son?
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