domingo, 26 de diciembre de 2004

XISCA POTTER Y LA OPORTUNIDAD FILOSOFAL





Cuando mi madre y yo entramos en aquel patio interior de baldosas rosadas, el seguimiento de cuyo dibujo a rayas durante horas habría de ser uno de mis más pobres entretenimientos en los tres años de condena subsiguientes, ella me preguntó qué me pasaba, que porqué esa mala cara: si hubiera osado responder que aquel lugar en obras no me gustaba, que no era como el internado que había visto en series tan perniciosas como “Un mundo diferente”, ni me parecía que fuese a ser como los campamentos de verano unisex en los se me había confinado a modo de anzuelo, quizá me habrían mandado antes a una pública, y ayer no me hubiera visto obligada a esbozar una sonrisa irónica al ver las maravillas de Hogwart’s, ese colegio tan Roald Dahl en la superficie, y tan Enid Blyton en su fondo, a pesar de los toques de ingenio y por supuesto, los hechizos y los irresistibles gadgets.


Sólo la visioné hasta cierto punto, y si bien debo confesar que soy capaz de ponerme a buscar el primer tomo de la saga mañana, aunque sólo sea porque no vi como Harry Potter seguía haciéndose con todo y con todos y en vez de bailar o reír o hablar me hallé en un extraño estado de duermevela en pleno pub, casi durmiéndome, con un sueño invencible de sobredosis medicinal, llegando a alarmar a mis amigas y pensando lo cómico de Ron –el representante proletario, de ahí su pelo rojo, por no hablar de que seguro es él al que asesinará la Rowling, la masa prescindible- diciendo “El ajedrez mágico es así” ante lo violento de la figurita de marras, qué diría de mí el sombrero que decidía los clanes, o en el bonito techo que reproducía la atmósfera más conveniente en el comedor. No descarto que la película llevara algo o se lo pusieran los de la valenciana, puesto que me resultaba tan adictiva que pensé en no salir y quedarme a verla armada del chocolate sobrante de la Nochebuena, no podía apartar los ojos de aquella jugosa muestra de clásica lucha de clases, y encima con poderes. Ahora que lo pienso, mi madre quería verla porque un niño le prestó el libro en el recreo, y también acabó quedándose dormida, no sin antes comentar que pensaba que Rupert Grint le parecía más gracioso que Daniel Radcliffe, que él debería ser el protagonista: a mí también me hacen una gracia especial los niños pelirrojos, aunque creo que de Ron está muy bien, sinceramente.


Aún con el fondo permanente de los sombríos recuerdos que acuden a mi mente ante cualquier escena de enfrentamiento entre escolares, en esta ocasión lo que me recordó esta película fue mi infructuoso paso por Magisterio, por la errónea motivación de que era la única dónde había asignaturas de inglés –entonces aún no habían puesto Filología en la UIB, y eso que yo terminé el bachillerato a los veinte o veintiuno- y por si esto fuera poco, encima me metí en una privada, en un error académico más de una larga lista; en mi defensa sólo podría argumentar que el momento no era el adecuado: vivía en una casa de locos en la que se sucedían las fiestas de madrugada y mi particular Hogwart’s estaba lleno de Malfoys hasta el techo, y si a ello le sumamos una espectacular languidez motriz y mental genética azuzada por las circunstancias de desorganización doméstica, condiciones de vida que llegaron a ser dickensianas cuando cortaron el agua y la luz –terrible escena la de estar leyendo “El paciente inglés” de Michael Ondaatje y darse cuenta de que las condiciones en las que te encuentras no distan mucho de las de la pobre tía que se muere esperando a Almásy- y un progresivo desinterés debido a detalles como leerse un libro de didáctica titulado “Alumnos y profesores estratégicos” cinco veces sin penetrar ni por los forros en su comprensión y asimilación, tenemos una de tantas carreras inacabadas, otro mallorquín más volviendo al hotel.

El llevar las mismas gafas que el amigo Harry me sirvió de bien poco, como no fuese para ser la aparente chica formal del grupo de estudiantes, idónea para disculparse ante una serie de caseros esperando el alquiler y vecinos disgustados por el ruido.



* Recepcionista Rottenmeyer amargada por el recuerdo de clientes graciosillos comparándola con cierto mago. Por cierto, recientemente el oculista me notificó que no necesito gafas, yupi yupi yei dragostea din tei :P

Fue más o menos en el centro de esta etapa universitaria cuando regresé al colegio de mi infancia, esta vez en calidad de futura maestra de prácticas: me tocó una clase de cuarto de primaria, es decir, niños de unos nueve años. No eran muchos, unos veinticinco o treinta, pero eran insoportablemente pijos, uno llegó a quejarse en la fila porque otro le había dicho que su chaqueta era comprada en el mercado...además, el efecto traumático de volver al escenario de tragicómicas desventuras infantiles se vio minimizado por el cambio de lugar que se había sucedido años después de dejar yo la escuela, aunque mi madre y otras profesoras de aquella época siguieran en plantilla, precisamente con una de mis antiguas señoritas me tocaba colaborar en la clase, puesto que la tutora oficial debía estar presente durante las mismas.

De los temas que preparé, recuerdo uno con especial cariño, que tiene bastante que ver con el hecho de que una película de Harry Potter me devuelva de visita a uno de los fragmentos de mi existencia en la que ésta estuvo más cerca de convertirse en normal, vista desde un prisma convencional: como siempre, me las arreglé para librarme de lo que se revelaría como el producto de imposiciones ajenas combinadas con esa inercia vital que me arrastraba antes de forma total e inexorable, ser aceptable y aceptada a cualquier precio.

Este tema entroncaba también con una afición a la lectura cultivada desde la temprana infancia, aún conservo los volúmenes que releí una y mil veces, con sus manchurrones de nocilla y sobrasada correspondientes; uno de ellos me habría de servir para intentar enseñar lo que era una comparación a aquellos niños. Pensé que Michael Ende habría de gustarles tanto como a mí, aunque fueran más visuales que literarios, y les preparé este dictado:

[…] Los dragones chillaban, gruñían, alborotaban, disputaban, crepitaban, berreaban, tosían, bramaban, gritaban, aullaban, reían, silbaban, reñían, estornudaban, jadeaban, siseaban, gemían, pateaban, pitaban y no sé qué otras cosas más. Además, eran de distintas clases. Unos eran pequeños como lirones, otros, en cambio, alcanzaban el tamaño de un tren de mercancías. Muchos se movían como sapos y se contoneaban y eran grandes como coches. Otros parecían orugas largas y delgadas como postes de telégrafo. Los había que medían más de mil pies, mientras otros tenían una sola pata sobre la que saltaban de una manera muy curiosa. Muchos no tenían patas y rodaban como barriles por las calles. El espectáculo era ensordecedor. También se veían dragones con alas, que volaban como murciélagos, y otros que zumbaban como gigantescas avispas o libélulas. Alborotaban y y silbaban volando en el aire sofocante y pasando de un piso a otro de las casas.

Michael Ende, “Jim Botón y Lucas el Maquinista”

No sabía si la encontraría, pero al haberlo leído tanto sabía más o menos que había una descripción de los peculiares habitantes de Kummerland, la ciudad de los tormentos en la que está prisionera la princesita china que buscan Jim y Lucas en compañía de Emma, la locomotora, en una de mis novelas favoritas de este autor, de vívida fantasía y ejemplar honestidad de sentimientos: el día que abrí el periódico en la biblioteca y leí como un periodista de tantos también se acordaba de Lummerland, ese pequeño país en el que sólo había una vía, con motivo de su fallecimiento, fue otra de esas veces en las que la ficción es algo más que eso y es como si fuera un amigo muy querido el que no volverá más.

A los niños les pareció de perlas la idea de salir a la pizarra y subrayar las comparaciones, cosa que hicieron todos bien, y tras una breve explicación, hacer las suyas propias: me decepcionó un poco ver que muchos sólo lo habían entendido aparentemente, pero pasó algo que jamás olvidaré; un alumno que era considerado como el tonto de la clase me trajo un cuaderno en el que había escrito “Las estrellas son cómo peces brillantes en un mar oscuro”, y aunque algunas personas me han insinuado que podría ser que lo hubiera leído en algún sitio, quiero creer que lo inventó él, que debía ser más diferente que tonto.

Si bien no me disgustaba el trabajo, ni mucho menos, no me veo capaz de ser profesora, hay demasiadas parcialidades en mí para que pueda llevar a cabo mi labor de forma justa y sé que si un chaval tuviese problemas, haría lo que fuese para resolverlos, me metería en un berenjenal de los míos, y quién sabe dónde acabaríamos.

Además, creo que me gustó lo que vi ayer, me recordó que la primera vez que abrí “La historia interminable” creí de verdad que aparecería mi nombre en lugar del de Bastian Baltasar Bux, cómo no me atrevía a girar la página, para dar lugar a la decepción… si bien desde la perspectiva actual, hay que considerar las altas posibilidades de que para cruzar el muro que separa el andén nueve del andén nueve y tres cuartos sólo se necesite un teclado o un puntafina.


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