domingo, 27 de noviembre de 2005

INTELIGENCIA COMERCIAL




Este es el único psiquiatra que vale la pena, amigas.



Ha pasado mucho tiempo desde que una niña de seis años con horquilla y vestidito mirara ceñuda y recelosa cada tanto al gafotas calvo en penumbra que apenas se dejaba ver y que no dejaba de observarla, mientras ella elegía y completaba cada uno de los dibujos raros que iban cambiando bajo la luz de un flexo implacable, flexo que sería todas las luces de mi vida, desde aquella lámpara en forma de mapamundi esférico que se encendía por dentro hasta los focos de la barra de recepción en las últimas tardes lúgubres de la temporada.

Ese psicólogo no resolvió nada, hasta años después no supe que les había dicho a mis padres que tenía una gran capacidad de abstracción y que se me pasaría con el tiempo, y que por eso no contestaba a nadie, y me escondía de las visitas, y tenía miedo de la gente; a nadie se le ocurrió que muchos no contribuían ni contribuirían precisamente a una mejoría de este estado de cosas. No dudo que en parte se debe a mi particular personalidad, pero también a otros factores nada halagüeños que ya describí en otros posts. Al menos no les echó toda la culpa a mis padres, como es costumbre en algunos listos que andan por ahí ejerciendo impunemente.

Una consecuencia muy cómica de esa definición de mi persona es que durante todo primero de B.U.P estuve convencida que me salían mejor los cuadros abstractos –dibujé “Les mademoiselles d’Avignon” en una hora y pico sin la menor dificultad, y lo mismo ocurrió cuando nos castigaron a reproducir una parte del Guernica, allá en el internado- porque mi capacidad de abstracción era tan buena. Mi ingenuidad ha llegado a extremos inimaginables en ocasiones, si bien eran catorce años de 1988.
También habría que hablar de la persona que me mandó al psicólogo, una monja sádica de la que todos los compañeros de entonces que me he encontrado se acuerdan con pavor, sobre todo de cuando castigó a un compañero nuestro de cara a la pared con una pinza en la nariz o aquella vez en la que, por su costumbre de morder el boli, se le explotó en la boca y se tuvo que ir corriendo al baño, causando el regocijo general. Si llego a ser los padres, presentaba una queja al colegio diciendo que mandaran a psicoanalizarse al pingüino en vez de a los pobres niños.

Todo este cuento viene a que esta semana hemos estado todo el curso de Segundo de Técnico en Alojamiento de Jornadas de Inteligencia Emocional, algo que me puso nerviosa desde que nos lo comunicó la tutora: tenía miedo de que me descubrieran algo y me dijesen que no puedo hacer el trabajo o incluso que tenía que tratarme obligatoriamente; todo esto era expresado en los recreos en forma de sarcasmos baratos tipo “Qué bien, la Policía Mental” o “A mí, cómo me van a encerrar directamente…”; en el fondo sí había cierto temor a que me descubrieran, no podía dejar de pensar en ello. No es que yo me haya esforzado por ocultarme mucho, si bien mi época de “demasiada información” incontrolada ha pasado a la historia; a veces sigo hablando demasiado, pero nada importante. Se va progresando.

Quizá esa mi preocupación primera, pensar qué podía y qué no podía decir en las jornadas: sabía que tendría que hablar del “mobbing”, me pareció conveniente; pero había cosas que me preocupaban; creyendo a los psicólogos miembros del Ministerio de Magia de la Rowling, estaba convencida de que “verían” que tenía gestos que delataban mi inseguridad o que adivinarían cualquier cosa con sólo mirarme y me la sacarían como si fuesen hipnotizadores de película antigua. Al final conseguí tranquilizarme y convencerme a mí misma de que no tenía porque decir nada, que no estaba obligada y que nadie podía decretar mi ingreso inmediato en una institución así como así.
Cuando la psicóloga argentina graduada en 1971 nos sentó en círculo y nos pidió a cada uno que dijésemos nuestros nombres en voz alta, puesto que el nombre era lo que primero identificaba a alguien, seguía a la defensiva, y procuraba mirarla a los ojos para no despertar sospechas, mientras pensaba que tendría suerte y no se fijaría en mí. Y así fue, porque el protagonista del telefilm de role-playing escrito por Jorge Bucay y similares fue otra persona de mi clase, y todo resultó tan cómico como obvio.

Para que os hagáis una idea de la chorrada mayúscula que fue esto, a este chico se le ocurrió decir que su familia quería otra cosa para él diferente de su vocación, que era trabajar con el mar o la naturaleza, y a raíz de esto, la vieja gata porteña tiró del hilo y acabó sugiriéndole que realizáramos una escenificación de su problema. Ello consistió en elegir a cuatro personas, una que le representaba a él mismo, otra a su familia, otra al camino elegido por su familia y otra a su vocación: luego les pidió que se levantaran y el interpelado tenía que colocarlas sin pensarlo mucho, como si fueran peones de un juego.
Así acabó por quedar él mismo frente al camino elegido por su familia, con su vocación a un lado y su familia ocupando una extraña posición diagonal , algo alejada de él mismo; al preguntarles la licenciada que sentían en esa posición, sólo la señora que representaba a la familia del chaval de mi clase dijo que se sentía incómoda, por lo que concluyó que pensaba cumplir con el camino de su familia, para luego hacer lo que quisiera y dejar a su familia aparte.
Llegados a este punto, estuve muy tentada de pedir una escenificación para consultar el problema de mi hermana, pero me pareció algo demasiado arriesgado, de imprevisibles consecuencias, no quería que mis padres o mis hermanos se viesen cuestionados en público.

Luego fue el tío, llamó a su madre y le contó el show; la pobre mujer sólo acertó a decirle que quería que fuese feliz con lo que hiciera. Yo aproveché el recreo para decir “Un psicólogo argentino, qué gran clásico”, con voz perfectamente audible. Cuando alguien preguntó “¿Por qué?” me sentí algo frustrada, pero bueno.

En el tramo inmediatamente anterior a esta tópica performance, nos habían puesto en grupos de tres –dos de segundo, que éramos seis, y uno de primero, que eran tres- , y teníamos que explicar al compañero por qué nos habíamos apuntado al curso, qué expectativas profesionales teníamos, y qué haríamos en un futuro laboral lejano.
A mí me tocó con el que se convertiría en preferido de la psicóloga y rey de las jornadas, -dijo que el curso era un canal para acceder a otras cosas- y con un ingenuo recepcionista del 77 que llevaba nueve años en hostelería y aún creía que era estupendo y que él se quedaba una hora más por si mismo, por hacer las cosas bien, y no por la empresa. Yo dije que ningún trabajo era tu vida, que esto me había quedado claro con el mobbing que había sufrido, que para mí era un medio y no un fin; cuando nos preguntaron a cada uno, dije además que me había impresionado leer en internet que había gente que se había suicidado o que había quedado mentalmente destruida e incapacitada para trabajar, y que a mí no me había pasado porque me había defendido y había contestado a las arpías en alguna ocasión. Además comenté que mi auténtica vocación era escribir, pero que era realista al respecto, que para ser mediocre, prefería que se quedara en una afición, porque en un trabajo creativo hay que ser el mejor, si vas a quedarte en Etxe, mejor no escribir nada, hay que llegar por lo menos a Nabokov.

Lo que no comenté es que el otro día en el supermercado me encontré con una mujer que era gobernanta hace años en mi anterior empresa: empezó siendo razonable en sus argumentos, pero cuando dijo que había intentado suicidarse tres veces o dijo que uno de los socios era un hijo de puta y que había ido al mercado a gritárselo a su mujer en la cara, y al reponedor de la pastelería se le cayeron las barras del susto, me alarmé bastante y me costó mucho más de lo habitual elegir la cena de la semana, antes de volver a casa estremecida.

Yo ya no sé qué se merece esta gente, y estoy un tanto angustiada porque aún debo tener trato con ellos; me veré obligada a pedirles un certificado de empresa para convalidar mis prácticas, debido a que cierto estafador que tuvimos el año pasado como tutor y jefe de departamento nos dió información errónea sobre ese tema, aparte de hacernos pagar treinta euros a cada uno por una excursión gratuita. Sólo espero que mi tío sea víctima de la mala conciencia, pero no sé si eso será esperar mucho; tengo la ventaja de que mis primos están en la Central y la arpía ni pincha ni corta en ese tema.

Por si esto no fuera suficiente, el segundo día siguieron las performances: en esta ocasión el showman por decreto interpretó a su propia madre riñéndole cuanto tenía quince años, mientras el otro integrante masculino de nuestra femenina clase hacía de él mismo: como recepcionistas no sé, pero como sucesores de “Cruz y Raya” no tienen precio.

Luego nos tocó discutir un sentimiento concreto con otro compañero, - a mí me tocó el Miedo, qué graciosos- para ello teníamos que elegir las sensaciones que más nos asaltaban a diario de una lista de ellas, peligrosa selección que a mí me dio el siguiente y desolador resultado:

Positivas: Felicidad, deleite, diversión, dignidad, placer sensual, aceptación, cordialidad, confianza, afinidad, enamoramiento, asombro, admiración.

Negativas: Rabia, enojo, resentimiento, furia, indignación, odio, violencia, pesimismo, melancolía, desaliento, ansiedad, aprensión, preocupación, inquietud, desasosiego, incertidumbre, angustia, antipatía, disgusto, repugnancia, culpa, remordimiento, perplejidad.

Aunque la mayoría de esas sensaciones negativas no tengan una duración excesiva y la mitad surjan cuando veo el telediario o leo la prensa virtual o escrita, en mí dominan la melancolía y el pesimismo, si bien los tengo bastante asumidos, trato de que sean suaves o se queden al fondo, apoyados en la pared.
Cómo no había paranoia no pude ponerla, pero también pienso a menudo que este mundo es tan y tan peligroso, y que cualquier día “me va a tocar” y no precisamente la lotería: esto me ocurre sobre todo al volver a oscuras del supermercado, o al volver a pie del hotel a mediodía, pensando que podría desaparecer en cualquier recodo del camino, en cualquier momento, y que nunca llegaría a hacer nada más. Y mi prudencia nunca me parece suficiente, pese a caminar siempre por zonas más o menos concurridas e iluminadas y saber que si noto que alguien me sigue, puedo meterme en una tienda o en la gasolinera , y llamar a un taxi, por ejemplo.

Cada día me da más envidia Xena The Warrior, ojalá viniese a dar unas jornadas de defensa personal, que eso sí que hace falta, no más obviedades de cajón de Jorge Bucay que ya sé como terminan y que de nada sirven contra las malas personas, las que mandan a los demás al psicólogo y a las que nunca verás en una consulta.

En resumen, la psicología me sigue pareciendo muy ingenua y poco eficaz respecto a ciertas personalidades muy dañinas para los demás, hay gente que sólo usará el diálogo para dejarte en ridículo o para comentar con los demás que eres un blandorro cursi en cuánto salgas de la habitación, si antes no te ha fulminado con alguna indirecta incomprensible o se ha reído de ti sin que te dieras ni cuenta.

Siento decir que en tales casos, suele haber tres posibilidades: ignorar en lo posible a esa persona, no hablarle manifiestamente ni prestar atención a nada que diga y seguir aguantando por no perder lo que tengas, trabajo o amigos; si resulta que finalmente esa persona pone a todos los demás en contra tuya haciéndoles ver que eres un tonto o no eres “guay” según su concepto, marcharse, puesto que no vale la pena quedarse a esperar nada de gente así, o bien, jugársela y contestarle de forma violenta, rompiéndole la cara o aprovechar sus puntos débiles y decirle algo tan grave que no pueda contestar, pero entonces es posible que convenza a otros de que estás loco, por mucho que te hayan llevado a una situación límite, y no deja de ser la solución más dudosa e indigna.

A cierto tipo de personas –pusilánimes acosados en el pasado, y otras variantes- , esto nos suele pasar con alarmante periodicidad, si bien a veces no pasa, y creo que hay que estar preparados y no ceder a menos que nos salga muy cara: según mi experiencia, aconsejo salir por piernas y sin dar explicaciones. Si alguien realmente quería ser compañero o amigo ya vendrá. Y si no viene, hay más gente en el mundo de la que pensáis.

Y si no, siempre podéis hacer una escenificación y aprovecháis para tirar al acosador y/o gilipollas por la ventana. Para algo tenía que servir.


*8 de febrero de 2015. Dos cosas: una, no, ya no pienso que tenga que ver qué personalidad tengas o qué pinta tengas o qué hagas, el problema son los que reaccionan acosándote y cuyos motivos nos tienen que importar una mierda, aunque pueda ser interesante o útil saberlos. Dos, que alguien cuente mucho sobre sí mismo no te da derecho a nada, no es una provocación para que puedas hacerte el digno hablando de lo discreto y cabal que eres y mucho menos para atacarle o juzgarle, porque quedará bastante claro la clase de persona que eres, eligiendo aprovecharte de la vulnerabilidad de otros. Y los habrá que tomemos nota, por supuesto; además, esto  se critica sobre todo en mujeres, especialmente si hablamos de lo que no debemos y se supone que hay que apechugar con lo que nos digan e incluso hagan, según la visión patriarcal de las cosas. Por contar algo tuyo, nada menos. No podéis dar más ascopena, a ver qué coño os creéis.




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