martes, 9 de diciembre de 2003

STARTING OVER



1982, probablemente, mi hermana, mi falsa abuela y yo, tras un soleado paseo en carro por el campo, en el que cogimos flores y al final del cual un guiri amable, de los de antes, nos hizo esta foto a las tres.

Esta expresión inglesa quiere decir, más o menos, "empezar de nuevo" y aparte de eso, es el título de una de mis composiciones favoritas de entre las de John Lennon, por lo enérgico y animoso de la misma, por la alegría que transmite, como si por unos instantes, todas sus recriminaciones a Paul se hubieran desvanecido y volviese a creer en los Beatles, en esa posibilidad de reunión que desapareció del todo un aciago 8 de diciembre de 1980. Cuando aquella bala nos atravesó un poco a todos, tendría yo unos seis años y no encuentro la manera de saber qué estaría haciendo en aquel momento.


Aunque no se corresponda en modo alguno con la realidad, suelo relacionar uno de mis primeros recuerdos de los ochenta con ese asesinato, que para mí siempre será mucho más importante que el de Kennedy y el de quién sea: primero va mi aún nítida cartera del colegio, una bandolera azul eléctrico con un bolsillo transparente que contenía una inidentificada carta de la baraja española; a continuación voy yo de la mano de mi madre y al llegar a clase como cada día, un guardia civil de grandes bigotes no la deja pasar a pesar de ser ella la maestra. Hay una bomba escondida y todos los niños pasamos la tarde esperando una explosión naranja en un prado de almendros que ahora es un descampado al otro lado de la carretera. De hecho, sigo esperando el desastre.

Pero de la muerte de John nada, no había gente que llorase por la calle, ausentes en sus coches, con la radio puesta y la dulce solemnidad de la archifamosa Imagine inundando la escena. No existe ese día en el que conociera la tristeza por primera vez, me sabe mal no tener nada que ofrecerle, excepto engañosos recuerdos infantiles depurados por la distorsión , que sólo se acercan minímamente a lo que sería mi deber rememorar si hubiera sido consciente de lo sucedido.

Otra rememoración que también se relacionaría con la melancolía debida a este suceso, si bien considero que pagué con creces esta deuda imaginaria el día que murió George y se me saltaron las lágrimas como si hubiera muerto un amigo muy querido, me conduce al salón de mi casa, también en los primeros ochenta: ahí tenemos a mi padre, construyendo unas cometas para mi hermana y para mí mientras nosotras le observamos en silencio, con cañas de bambú arrancadas del fondo del jardín y papel de seda de colores tan vivos que jamás he conseguido olvidarlos. Cualquier combinación de aquellos tonos concretos de azul oscuro y rosa subido me hace ver al hombre y a las niñas tristes de cabellos castaños al viento, de forma tan clara que podría incluso mover la mano para saludarles.

Lo más extraño es que siempre he tenido una obsesión muy marcada por cualquier azul más allá del turquesa, algo que coincide con la antigua fijación de mi hermana menor con los rosas fucsia y derivados, como en un homenaje inconsciente a aquel joven padre que nos compraba pinturas y dejaba periódicos por toda la casa para que leyéramos o nos daba un paseo en su motocicleta. Entonces he de pensar que los convertimos en nuestros colores, los mismos que se recortaban contra el cielo cenizo de aquel día de otoño, entre octubre y diciembre, justo antes de estrellarse y yacer entre las hierbas altas, abatidos por los errores en su estructura, la caña pesaba demasiado y el papel se rasgó enseguida, haciendo su vuelo necesariamente breve, como aquel pájaro negro de alas rotas al que Paul conminaba a aprender a volar en el White Album.

Quién me dice que no tengo razón y que fue en aquel minuto, cuando centenares de maravillosas canciones se borraron del futuro, una persona cayo inerte en una acera al otro lado del Atlántico y el viento se enfureció de tal modo que hizo caer nuestras cometas y nos arrebató aquella sonrisa confiada de los niños, dejándonos un regusto desconocido hasta entonces, la boca llena de jabón y un aroma amargo de humo...el sabor de la decepción, que ya nunca te abandonará y te acompañará por siempre jamás, una ausencia de música que sabes muy bien de dónde viene cuando se presenta, canciones que te faltan, notas perdidas que llevan hasta la melancolía de andar por casa de Yesterday o a la desolación cómica de Rocky Raccoon, por ejemplo.

Quizá esa sea una de las razones para escuchar música, sentirse acompañado en los momentos de duda y dolor, si bien los Beatles siempre han tenido una respuesta para todas las ocasiones: para mí supieron acercar la música a la gente sin dejar de lado la calidad, sin tratarles como lerdos, si bien nunca sabremos cuales fueron los factores exactos que confluyeron y confluyen en la pervivencia de una magia única que cada día atrapa a alguien más.

Desde el día en que los vi cantar She loves you en La bola de cristal, cuando aún no comprendía una palabra de inglés, supe que aquellos melenudos en blanco y negro eran mi grupo, y que estarían siempre conmigo. Lo que no supe fue que aprendería su idioma, o que el aprenderlo sería decisivo para mi futuro; hasta aprobé la selectividad gracias a ellos -saqué un nueve en el examen porque la redacción era sobre los Cuatro de Liverpool- y empecé la mejor carta que he escrito nunca con la letra de una de sus composiciones. No dejo de valorar a otros músicos de su época y de otras, pero si me he empeñado en coleccionar sus discos uno a uno, resistiéndome a adquirir ese CD con su discografía completa con el que se apañan otros, es porque ellos significan mucho en mi vida, forman parte de mi existencia y ahora que el sueño terminó definitivamente, ahora que George no está, Ringo anda perdido por ahí y Paul cada día nos hace más tonterías, quiero quedarme al menos con el testimonio más válido de lo que un día fueron para el mundo y de lo que siguen siendo para muchos de nosotros, su música inmortal.

Lástima que aquellas niñas vestidas de pana oscura a lo El espíritu de la colmena no supieran qué pasaba con sus cometas muertas y sigan esperando a que John regrese con sus sonrisas: entonces volveremos a empezar otra vez, volveremos a intentarlo hasta que vuelen.

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